
Entre los rascacielos, las ratas y las luces de Times Square se han hecho un hueco en nuestros recuerdos la gente que hemos conocido estos días, gente de todos los pelajes, casi todos, compañeros de desayuno o cerveza nocturna en el albergue: una pareja de holandeses que está recorriendo la costa Este de EEUU; un londinense de origen indio que viene a disfrutar del rollo gay de Chelsea; un chileno que empezó mirándome mal porque dije ‘coño’; madre e hija mexicanas que comparten maquillaje, litera en el albergue y tacones para pasearse por las discotecas neoyorquinas; un diseñador de muebles brasileño cuyo viaje continúa ahora por Europa y que nos llamará cuando pase por Madrid para que le hagamos de Cicerone... Cada uno con su historia y su mochila al hombro.

Nos ahorraremos los detalles del viaje de vuelta, en el que vinimos sentadas entre la docena de campeones de España de lanzamiento de dardos en sus diferentes categorías: chicos, chicas, hombres, adolescentes... Venían de Las Vegas del campeonato internacional. Gente dispar y peculiar donde las haya con una sola cosa en común (además de la puntería): el afán por dar voces y llamar la atención. Ah, y el whisky. En fin... Tuve que mandarlos a dormir. Amablemente, de buen rollito, claro.
Han sido nueve días intensos en los que apenas hemos parado y aún así nos han quedado muchas cosas por ver y por hacer en NY. Que me perdonen esos que nos decían que nueve días eran demasiados, que nos íbamos a cansar de la ciudad, que con cuatro se ve todo lo que hay que ver... Con todos mis respetos: NI DE COÑA. Nueva York es una ciudad inabarcable, no se acaba nunca de conocerla del todo ni de aprovechar sus posibilidades. Vamos, que es de esos lugares que no son sólo para visitarlos una vez, cumplir y listo. Que hay que volver.